«¡No lo puedo soportar!»
Veamos algunos ejemplos:
- No soportamos el más mínimo sufrimiento de nuestros niños.
Empezamos con los niños. En cuanto tienen el mínimo problema en el colegio, acudimos como fieras para ver si podemos etiquetar el problema: acoso, bullying, etc. Es obvio decir que no quiero que los niños sufran, pero creo que hay un límite que estamos traspasando. El niño tiene que “vacunarse” para la vida, sobrevivir a la “sinceridad” de los compañeros, al rechazo en algún momento… es una forma de preparase para las relaciones sociales futuras. Pero los padres no podemos soportar que nuestros hijos lo pasen mal, así que les protegemos del mundo que les rodea, a veces de forma exagerada, casi ridícula.
- La adolescencia implica un cierto grado de rebeldía y descontento que nos cuesta admitir y aguantar.
Con la adolescencia y la primera juventud llegan las relaciones amorosas y como decía el carca de Martín Vigil –al que en mi época leíamos irremediablemente_ “primer amor, primer dolor”. Hay peleas, rupturas, celos… y se sufre, claro que se sufre; pero como sufrir parece inadmisible, en lugar de llorar tranquilamente, deciden que no lo pueden soportar, descontrolan, se desquician y toda la familia de alrededor, que tampoco soporta verlo sufrir, se desquicia junto al enamorado sufriente.
- No podemos soportar la incertidumbre laboral. Creemos necesitar tener claro lo que vamos a hacer el resto de nuestra vida.
Y así en cada etapa de la vida, cada una con sus preocupaciones, nos revelamos contra el dolor, contra la incertidumbre. Ni que decir tiene que en estos momentos en que el trabajo es el bien más preciado, no podemos soportar la posibilidad de perderlo, no podemos soportar la ansiedad que nos genera, no podemos soportar…
Los terapeutas ayudamos a aliviar el dolor pero no hacemos milagros, a veces, lo más importante es enseñar a vivir, vivir de todas las maneras: contento, triste, con dolor, con amor o con desamor… vivir al fin y al cabo.